Wednesday, February 21, 2007

La Señora y la Sandalia

(Gracias a Jose por la imagen. Está muy tuanis. :D )

Me detuve a un lado de la calle adoquinada, frente a la baranda de postes blancos y cuerda que la separaba de los arenosos trechos que llevaban al mar. El olor a sudor de los transeúntes empapaba el interior de mi nariz cuando este se condesaba ahí adentro. Se mezclaba con la sal que transpiraba el océano, debido al desgastante trabajo que realizaban sus músculos para levantar las olas que, detenidamente, yo observaba. El cigarro que sostenía en mi mano derecha a veces nublaba mi vista con sus anillos de humo grisáceo. Faltaban quizás tres horas para que el sol ocultara su luz, pero la oscuridad de mis lentes me hacía creer que ya faltaban escasos minutos para que ocurriera el evento.

Seguí caminando por la orilla de la calle. Observaba las cortas pantalonetas de quienes se dedicaban a trotar por la tarde, los vestidos de baño de una pieza que vestían algunas señoras, en colores y con estampados muy llamativos. Observaba la arquitectura colonial del lugar, cuyos edificios estaban todos pintados en colores oscuros. Techos grices con paredes café, las más claras eran beige con techos blancos. Pero el reflejo de la luz le daba al lugar su vida, su colorido. Las edificaciones más bien me llenaban de intriga. Llegué al final de la calle de concreto estampado. Debía devolverme, o tomar a la derecha, hacia un callejón. Me adentré en él, comencé a caminar, sin rumbo. El camino era estrecho, pero las casitas de corta altura permitían que el atardecer iluminara mis pasos.

Ya caída la noche, decidí quitarme los lentes. Me encontraba en uno de los lugares más recónditos de la ciudad. A mi izquierda, un gran contenedor de basura. De una puerta a su lado, salió una mujer. Anciana, gruesa, con su rostro ya envejecido. Caminaba cabizbaja, cargaba una gran joroba. Cubría su espalda y su cara con un trozo de tela café, el cual agarraba con una de sus manos por debajo de su mentón, como formando una capucha que la cubriera. Noté, luego de observarla detenidamente detrás de una de las paredes de la intersección, que uno de sus pies vestía una sandalia. El otro caminaba descalzo, hinchado, morado como el caimito. Se acercó a mí.

-"¿Ha visto mi sandalia?" Me preguntó.

Quedé enmudecido. La senté en una banca que estaba a unas dos cuadras de aquel callejón. Me atreví finalmente a pronunciar palabra.

-"¿Adónde perdió su zapato?" Le pregunté.

Estiró su cuello, pensativa, mirando a las tejas de la casa de en frente.

-"Es mi castigo". Me dijo.

De pronto me encontré viajando en su mundo. Pobre señora, con voz quebradiza me contaba cómo su vida había terminado entre callejuelas estrechas, basura interminable y caminatas sin destino alguno.

Hace unos años, ella era dueña de sí misma. Manejaba su propio negocio. Una soda a unos cuantos metros de dónde estábamos sentados. Todo marchaba bien. Era una madre soltera, pero fuerte. Había salido avante gracias al sudor de su frente. Su único hijo lo tuvo ya mayor, a los 36 años de edad.

-"Él siempre quiso irse de este pueblo, siempre sintió que no era el lugar para él, y yo, humildemente, sólo podía darle lo suficiente para una vida sencilla. A él nunca le bastó. Nunca encontró el apoyo que quería que le diera. Siempre le di lo que pude, pero la verdad, nunca tampoco quise que se fuera. Un día se levantó triste, deprimido. Y así pasó varios meses. Yo, harta, le decía groserías. Vagabundo, mediocre. Su luz se fue desvaneciendo. Una noche, antes de dormir, me dijo que ya no quería vivir. Yo, ya hastiada, sólo cerré la puerta y me fui a domir." Me contó, con su voz siempre temblorosa, pero sin el más mínimo indicio de quebranto emocional.

Al día siguiente, su hijo amaneció muerto en su habitación. Los gritos de desesperación alertaron al pueblo, uno que siempre era pacífico, cuyo único ruido era el de las olas reventando en los arrecifes del sur. Ella jalaba sus cabellos con la firme intención de arrancarlos de sus raíces. No lo podía creer. Era una tarde de verano de 1976. Apenas cumplía las dos década más un lustro.

Continúo relantando.

- "Perdí el control de mi vida, ya nada tenía sentido. Me lancé a las calles. Un dia, desperté sin mi sandalia. Decidí seguir caminando. El pie, como ve, está casi muerto."

Recogí una botella vacía debajo de la banca, y la llené con agua de un hidrante que goteaba cerca de allí. Enjuagué su pie delicadamente, lleno de piedras y algunos vidrios, cayoso y áspero como un trozo de concreto erosionado. No pude contestar nada. Me quedé dormido en la banca y, cuando desperté, ya ella no estaba. Se había ido. Sólo dejó su sandalia ahí debajo. Una sandalia ya desgastada, con las tiras sueltas. Sacudí mi rostro cansado y mi cuello tiezo. Me puse de nuevo los lentes, me levanté, y seguí caminando de vuelta al lugar donde me había hospedado...

...Dicen que la vieron a los pocos días, vistiendo un nuevo par de zapatos. Caminando, siempre sin rumbo, bajo el sol y la sombra de las tejas color calabaza.